miércoles, 16 de octubre de 2013

El diabólico vengador

La Factoría Disney es una fábrica de sueños tremendamente mojigatos. Es como si los dibujantes y guionistas trabajasen luego de haberse emborrachado con Mimosín. Luego pasa lo que pasa, que El Llanero Solitario o Piratas del Caribe vomitan ingenuidad y candor porque están ebrios de moñez.
Ese espíritu virginal era el santo y seña de los tebeos de la casa en los años 70 –Dumbo, Topolino, Don Miki, Don Donald–: personajes planos, predestinados a la gloria, inclinados a la riqueza o acariciados por la (buena/mala) suerte, tocados por la varita de la sagacidad, la astucia o la avaricia, pero siempre entrañables. A veces en exceso.
Para compensar la sobredosis de candidez –la muerte de la madre de Bambi hizo mucho daño–, y para cambiar el sino perdedor del Pato Donald, cuyas aventuras acababan siempre de modo tragicómico, el guionista Guido Martina y el dibujante Giovan Battista Carpi crearon en Disney Italia a Paperinik, conocido en otros países como Superpato, Superduck o Patomas.
El nombre original, Paperinik, resulta de declinar a Paperino –Donald en italiano– hacia la terminación de un afamado antihéroe de los 60, el ladrón Diabolik. Otras influencias notables en el personaje fueron Batman, el Zorro, Fantomas o Arsene Lupin.
La idea de oscurecer a Donald fue un acierto argumental. Los niños italianos y españoles de la época agradecieron la transformación notable de sus aventuras. Condenado a ser el adulto inmaduro y egoísta de la familia Pato, siempre a la sombra tiránica de Tío Gilito e intelectualmente humillado una y otra vez por la mayor preparación académica y scout de sus sobrinos, el pobre Donald acababa las historietas cornudo y apaleado, con frecuencia derrotado por Narciso Bello, o de comparsa de la gloria millonaria de Gil Pato y con su inteligencia emocional en grave entredicho.
En el primer episodio de Patomas, Donald recibe por error la propiedad de una mansión abandonada como primer premio una lotería a la que nunca llegó a jugar, y que en realidad le había tocado a Narciso. En lugar de devolverla, el eterno perdedor decide apropiarse de la parcela, llamada Villa Rosa, sin saber que perteneció a un insigne ladrón de otra época. En un nuevo giro del destino, Donald halla el diario secreto de su antiguo dueño, Fantomius, donde se revela su doble vida –haragán de día y vengador de noche–, así como todos los secretos de la casona, y opta por seguir sus pasos. Para ello cuenta con la inestimable ayuda y complicidad de Eugenio Tarconi que, homenajeando al arquetipo de científico chiflado, mago o hada madrina de turno, incorpora los artilugios mecánicos de Fantomius al coche de Donald. También le surte de otros dispositivos y gadgets durante su dilatada carrera criminal sin ningún tipo de dilema moral ni sombra de duda.
Villa Rosa es dinamitada por error, pero Donald ya tiene en su poder el traje de vengador, y Eugenio construye bajo su casa un subsótano secreto que le servirá como refugio y almacén de todas sus armas y equipamiento delictivo.
La primera época de Patomas es sin duda la mejor. Las tramas son descaradamente amorales, con un antihéroe cuyo comportamiento es discutible y sus motivaciones alejadas de toda justicia más allá de cierta equidad social. Así, Donald roba la recaudación del museo de cera de Gilito sólo para devolvérselo a la población de Patolandia, o desintegra los mismos documentos que lo desahucian por no pagar el alquiler y evita así que lo echen, sin contar con la apropiación indebida de Villa Rosa o sus desavenencias con su primo Narciso Bello, siempre solventadas mediante su alter ego ganador.
La actitud ambigua de Patomas resulta de un magnetismo definitivo para los países donde Paperinik fue un éxito, en especial Italia y España. El personaje es mucho más inteligente que en su vida ordinaria, su expresión denota sagacidad y mayor confianza en sí mismo, sin contar con la alevosa ventaja de sus gadgets: las botas de muelles, el coche repleto de artilugios, la pistola desintegradora, los caramelos que borran la memoria, los prismáticos voladores, el eugenicaballo, el cinturón cohete, las gafas de visión de largo alcance…
Con el paso de los años y la involución social se consideró que el personaje no era políticamente correcto. Donald no podía darse al crimen para justificar su vida parasitaria y su falta de esfuerzo para buscar un trabajo. Por eso las tramas fueron suavizándose, o aclarándose paulatinamente. Si al principio Patomas era un ladrón de guante blanco o un Robin Hood ocasional, pronto sus objetivos dejan de ser los ricos en general o sus abusivos familiares, y acomete empresas de mayor empaque legal. Poco a poco va adaptándose a los tiempos y lucha por la ecología, la sociedad o directamente contra el crimen, perdiendo mucho de su atractivo. El Patomas original era un tebeo con una perspectiva adulta, pero progresivamente el guión se irá orientando a entretener y educar a un tiempo, pensando mucho más en el público infantil y abandonando la ambigüedad que rodeaba al antihéroe. En su última época se enfrenta a marcianos y enemigos de la humanidad en genérico, diluyendo del todo el interés que suscitó el diabólico vengador al principio de sus días.
El dibujo también se resintió del cambio de visión. Los primeros episodios de Patomas ocurrían siempre de noche, con trazos sencillos y nítidos, predominio del azul marino y el negro, con esa eterna media luna firmando el cielo. La sonrisa perversa e inteligente de Patomas inunda la atmósfera y se hace hincapié en sus diversos gadgets, los cuales le otorgan cualidades sobrehumanas. Los enemigos del principio son claramente inferiores en poder, pero esa manifiesta superioridad del héroe no le resta atractivo. Al contrario, fue esa sensación de suficiencia lo que dotó al personaje de tantos adeptos deseosos de que Donald ganase por fin, hasta el punto de buscar entre las páginas de cada Topolino las historietas de Patomas por encima de las aventuras de ratones o patos.
Con el devenir de los años el trazo se hizo menos cuidado, más infantiloide, con mayor detallismo pero alejado del tono oscuro y romántico del principio. Se echa en falta que la viñeta respire por culpa del exceso de estímulos visuales y de bocadillos de diálogo. Los colores son más claros y las figuras más reducidas. Las tramas además han acelerado considerablemente las viñetas. El espíritu original se ha perdido.
Pero quedan las historietas clásicas. Ésas no morirán jamás y su poso de inocente perversidad permanecerá inalterable al cambio climático, las olimpiadas o los tsunamis. Tal vez estamos faltos de malicia ingenua en lugar de tanta bondad descarnada. Quizá Patomas trajo una complicidad rebelde y torpe que el cincel inexorable de la vida se ha encargado de esculpir hasta desnudar la niñez y revestirla de desencanto tallado a golpe de experiencia.  

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