lunes, 20 de julio de 2015

La censura no existe y banearé al que diga lo contrario (2/3)

Mi flamante relato fue en principio aceptado por el responsable de la revista, pero unos días más tarde fue recomendada su retirada por las altas instancias. Y ya se sabe que donde gobierna patrón no manda marinero, y mucho menos grumete.

Asesinato en el aula 20 (2/3)

NOTA: Todos los personajes y situaciones de este relato son ficticios. Cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

Sonó una mañana más el timbre de entrada al infierno. Ylenia Piquillo cruzó el umbral del aula 20 con cierto reparo, incluso temor, de levantar nuevos fiambres de compañeros recientes. El miedo pronto se hizo certeza, porque en el interior, a modo de lóbrego tanatorio, los cadáveres fríos de Daniel Álamos, Alberto Valenciano e Irene Malena ocultaban sus desdichados rostros bajo una mortaja de workbooks de inglés. Violeta Cacao y Bubacarr Sinsajo aparecieron entonces y repetieron ritual de asombro incontenible y barra libre de pavor. ¿Quién podía hacer una cosa así? ¿Eran ellos los siguientes? ¿Le pondrían parte al asesino?
Poco a poco fueron llegando los demás: Nerea Sol, Diego Dalma, Paula Trallazo, Lucía Cabello y Estevi Soldado. Y cuando los muchachos se sentían fuertes como grupo, Iván Gonzalo avanzó a trompicones por el pasillo. Estaba malherido y su mirada delataba mil atrocidades cometidas sobre su cuerpo. Llevaba el pelo cortado a lo pijo y vestía igualmente ropa pija de marca.

–¿Qué ha pasado, Mª José? –sollozó Estevi absolutamente deshecho.
–No… lo vi venir, colega –se excusó el moribundo.
–¿Quién ha sido? –acertó a preguntarle Nerea.
–Un pro…fesor. Pero… no uno cualquiera. Ha si… si-do…

La frase murió incompleta a la vez que lo hacía su interlocutor. Estevi no paraba de llorar abrazado a su pecho, tal vez pesaroso de no haberle dicho al desdichado Iván lo mucho que le importaba. Los demás no mostraban tanta zozobra, y tan solo se maldecían por no haber podido sacarle al difunto el nombre que buscaban.

El agente de medicina forense no tardó tampoco esta vez en averiguar las causas de tan horrendos crímenes: Daniel, Alberto e Irene habían sido obligados a hacer una página entera del cuaderno de ejercicios de una tacada. Una salvajada morbosa y enfermiza como solo el profesor de inglés podía pergeñar. Respecto a Iván, su cambio de look era altamente tóxico y provocaba horrible eccemas en la piel. Quien quiera que lo hubiera tuneado así, iba a hacer daño y lo había conseguido. Al fondo, recortando su imponente silueta contra la ventana, Estevi Soldado juraba al viento que vengaría a su más que amigo.

Pero aquel viernes de junio, lejos de ofrecerle venganza a Estevi, tan solo le proporcionó asiento en el mismo aforo donde Iván veía el partido de la existencia, sabedor de que nunca más sería convocado. Esta vez fue en el patio, durante la hora de educación física. El profesor examinaba a 2º D de patinaje artístico. Diego y Estevi esperaban su turno echando unos penalties en el exterior. De repente se oyó un disparo seco y un siniestro reventón. Todos salieron asustados al patio. La pelota estaba deshinchándose a gran velocidad y cada silbo fúnebre del idolatrado balón era un estertor más en la respiración sofocada de Diego Dalma y Estevi Soldado. Privados de su balón de oxígeno, sus pulmones empezaban a convulsionarse con desesperación. “Cuánto le gusta al asesino este el rollito de asfixiarnos”, pensó Bubacarr, mientras imaginaba cómo le matarían a él. Para descartar tan sombríos pensamientos, sacó de la manga su rol de macho alfa.

–No os preocupéis, chicas –dijo Bubbie–, yo cuidaré de vosotras.

Las féminas aparcaron el duelo por unos minutos para partirse de risa sin tapujos. Luego cogieron a Buba como si fuera un peluche y le acariciaron la cabeza hasta erosionarle centímetro y medio de rizos. Si el profe criminal no mataba pronto al gambiano, se moriría de sobredosis de mimosín.

Esta vez, sin embargo, tenían una pista. El disparo, según Lucía Cabello, provenía de Jefatura de Estudios. Los seis supervivientes se dirigieron prestos al corredor de la muerte, que era como llamaban al pasillo del Equipo Directivo. Se reunieron con su tutora en el aula de música y convinieron que Ana hablaría con los jefes, pero que mientras, y dado que ya había sonado el timbre del cambio de clase, debían subir al aula 20.

Esta vez no hubo más sorpresas en su clase. Murió el viernes lectivo, de viejo y no por violentos cauces, y todos olvidaron sus nimiedades ante el esperanzador horizonte que se erigía ante ellos. Un viernes a las 14:20 nada importaba ya, ni siquiera un asesino en serie. El lunes macabros descubrimientos nublarían su semblante, pero ese día era ya juerga y desenfreno.

3 comentarios: